UNA BELLA HISTORIA
(Una soleada
tarde de finales de marzo de 2009, mi ex pareja y yo vimos cómo
varios perros custodiaban un rebaño de vacas junto al vaquero;
entre ellos iban dos preciosos cachorros de unos tres o cuatro
meses. Se trataba de dos careas, uno de los cuales nos llamó
especialmente la atención: tenía un ojo marrón y otro azul.
Andaba de manera atlética y movía regularmente su cola de pelo
muy largo. Pese a que tratamos de acariciarlo por lo bonito que
era, no nos dedicó ninguna atención pues parecía centrado sólo
en su trabajo…).
Ocurrió el “puente” de la Inmaculada de 2009; ese día era su
santo. Por tal motivo, el lunes 7, después de coger unas cuantas
setas de cardo pese a lo tardío de las fechas, decidimos ir a
comer al Asador que hay en Peralejos, en compañía de su hermana
que estaba pasando unos días con nosotros.
Esa mañana, como tantas veces, habíamos indicado distintas rutas
de senderismo a algunos clientes. En esos momentos no sabíamos
que una de ellas iba a tener para nosotros una significación
especial; en concreto, la que habitualmente denominamos la “ruta
de los miradores”.
El día estaba claro, pero dio paso a un mediodía cubierto y
lluvioso. Una pareja y su hijo que ya habían visitado la cascada
del Salto de Poveda, iban a ser los protagonistas. Se fueron
temprano, con la intención de alcanzar andando los dos
miradores: el de Pie Molino, donde nuestra mirada se pierde en
los Altos de la Campana, el pueblo de Peralejos de las Truchas y
las Umbrías de Belvalle; y el del Machorrillo, donde se disfruta
de unas espectaculares vistas sobre el Cañón del Tajo, la laguna
de Taravilla y la Muela del Conde. Los que recorren esta ruta
encontrarán a su paso gamos y ciervos; y ya en los miradores,
tanto por encima como por debajo de los mismos, buitres, águilas
y alimoches.
Cuando entramos en el restaurante ya habían empezado a comer.
Tras saludarnos mutuamente, nos dijeron que habían completado el
recorrido y que les había parecido magnífico.
Fuimos a nuestra mesa, previamente reservada y nos dispusimos a
degustar los sabrosos platos que preparan nuestros amigos, Ana y
Román, dueños del Asador. Desde donde estábamos veíamos a otras
dos clientes nuestras que estaban comiendo en el bar. Nos
fijamos en un bonito detalle: debajo de su mesa tenían a su
perro. Los dueños amablemente les habían permitido comer en el
bar con su mascota.
Estábamos casi en el postre cuando esos clientes nuestros, que
habían acabado de comer y que habían hecho la ruta de los
miradores, se acercaron a nosotros:
- “Que aproveche”.
- “Gracias”, contestamos.
- “Os querríamos decir una cosa que nos ha sorprendido. Cuando
hemos hecho la primera ruta, la que va al mirador de Pie Molino,
al poco de empezar, a la derecha y rodeada de una barandilla,
hay una sima. Está muy oscura y no se ve el fondo, por eso nos
ha llamado la atención el hecho de que nos ha parecido escuchar
unos ladridos. ¿Es posible?”
- “¿Unos ladridos?”, nos miramos sorprendidos.
- “Sí. Eran dos ladridos distintos, muy débiles y provenían del
fondo de la sima.”
- “Pues nos parece muy raro. Por lo que sabemos esa sima es muy
profunda y no se comunica con nada. No es razonable que se
puedan escuchar ladridos de perros. ¿No habrá sido un eco de
ladridos externos y que al estar asomados os parecieran que
venían del fondo?”, les dijimos, absolutamente perplejos.
- “Pues juraríamos que provenían del fondo, pero en fin, tal vez
nos hayamos equivocado”.
Nos despedimos cordialmente y continuamos sentados. A nosotros
nos faltaba aún el postre y el café, pero a mí me habían
desaparecido totalmente las ganas de tomar nada. Llovía y hacía
frío. La idea de que pudiera haber dos perros abandonados en el
fondo de esa sima empezó a obsesionarme y casi me dolía
físicamente. Se lo dije a ella y apoyó que inmediatamente nos
marcháramos a echar un vistazo.
Al salir del salón del restaurante, saludamos a las dos clientes
que habían comido con su perro debajo de la mesa en el bar. Les
comentamos lo sucedido y, siendo como eran, amantes de los
animales, una de ellas se ofreció amablemente a acompañarnos.
Volvimos a los apartamentos a por nuestro viejo Nissan Patrol,
fiel compañero de aventuras, y nos dirigimos a la sima. Se
accede a su oscura boca tras coger una pista en la que hay que
recorrer apenas unos dos kilómetros después de salvar un
importante desnivel, pues está situada en lo alto de la sierra.
Iba tenso, deseando que aquello no fuera verdad: no puede ser
verdad, me decía una y otra vez. Seguía lloviendo y la tarde era
fría y desapacible.
Rodeada de unas barandillas de seguridad, por más que te asomes
agarrado a una de ellas, no se ve el fondo. De unos cinco o seis
metros de diámetro, se va estrechando, como un embudo, a medida
que se hunde en un fondo cada vez más negro y vertical. Su
visión inspira miedo y desasosiego. La sola idea de tener que
bajar si fuera necesario, basta para sentirte casi paralizado.
Aquello no podía ser, nos decíamos para tratar de convencernos.
Empezamos a gritar de la manera que se llama a los perros, a
silbar, a tirar pequeñas piedras y ramas (también para saber
cuál podía ser el fondo), pero nada se oía: ni ladridos, ni a
las piedras y ramas llegar a ningún fondo. Todos deseábamos que
allí no hubiera animales y, por supuesto, nos tranquilizaba
intensamente descartar definitivamente la idea de tener que
bajar a un lugar tan lóbrego del que ni siquiera sabíamos cuál
podía ser su profundidad.
Y así fue. Un poco mojados, pero contentos de que allí no
hubiera nada, decidimos marcharnos. De vuelta, nos sentíamos más
tranquilos; liberados ya de un pensamiento que había atenazado
nuestros sentimientos. Sería en el futuro una curiosa anécdota
que recordaríamos mucho tiempo. En casa nos esperaba Loss,
nuestro querido perro, con su habitual alegría al recibirnos. La
noche era fría, pero afortunadamente, ya habíamos olvidado todo.
El martes día 8, amaneció tibiamente soleado. Poco a poco se
iban marchando nuestros clientes. Satisfechos de haber pasado el
“puente” en el Parque Natural del Alto Tajo, todos prometían
volver. A los que nos habían dicho lo de los ladridos, les
comentamos que habíamos estado allí y no escuchamos nada. Se
alegraron de corazón pues ellos también tenían una mascota a la
que amaban. Sobre la una, se fue mi cuñada. Al fin, solos,
decidimos dar una vuelta, junto con Loss, para tratar de coger
las últimas setas que la temporada nos podía ofrecer. Sabíamos
que serían pocas, pero nos animaba la idea de recorrer ciertos
lugares que creemos tener casi en exclusiva. Nuestra intención
era llegar a casa a la hora de comer, sobre las tres.
Nos movimos rápido y con escasos resultados. Quizá por ello,
cuando volvíamos a casa, se nos ocurrió ir, por último, a un muy
buen campo de setas que está en lo alto de la sierra. Sería la
última vez que lo visitaríamos en la temporada y no tardaríamos
demasiado en llegar. A ese campo se accede por la pista forestal
que va al mirador de Pie Molino y, lógicamente, en el comienzo
de la misma esta la sima de la que hemos hablado, la sima de “El
Chaparral”.
Cuando llegué a su altura, detuve el coche. No se trataba de
comprobar nada, fue simplemente algo instintivo, mecánico, que
no debía tener mayor trascendencia. Me acerqué a echar un
vistazo rápido y le dije que ni siquiera bajara del coche. Sin
embargo, no sé por qué, (quizá, por si acaso, para oír mejor),
apagué el motor del vehículo.
Allí estaba otra vez, muda, siniestra y con el fondo negro e
invisible. El miedo que me inspiraba su visión me hacía sentir
la satisfacción de que el día anterior no hubiera sido necesario
bajar y a la vez, la inquietud de que las cosas pudieran haber
sido de otra manera. Me asomé tranquilo, libre de cuantos
sentimientos me habían atenazado un día antes. Y entonces
sucedió: escuché un ladrido ronco y lejano que, sin ninguna
duda, procedía de su fondo. De repente, instantáneamente, sentí
como se agolpaban otra vez los mismos sentimientos de temor que
ya creía desaparecidos, sólo que esta vez estaban impregnados e
intensificados, además, por la certeza de lo que acababa de
escuchar.
Me dirigí nervioso al coche y se lo dije a ella. Bajó enseguida
y se dirigió conmigo a la boca de la sima. Casi veinticuatro
horas después nos encontrábamos, nuevamente, silbando, gritando
y tirando piedras pequeñas y ramas a aquel fondo negro e
invisible. Pero el silencio era la respuesta. Un tanto
incrédula, ella me decía que de haber un perro allí abajo
ladraría o se haría notar de alguna manera en aras de demandar
auxilio. Eso era lo lógico, pensaba yo también, queriéndola y
necesitándola creer.
Continuamos todavía un buen rato silbando y arrojando pequeñas
cosas, pero nada se oía. En mi interior se libraba una tremenda
batalla: por una parte, el miedo, el insondable miedo de tener
que bajar precisamente a un agujero también insondable; por
otra, la absoluta seguridad de que había oído un ladrido que
provenía de allí abajo. Finalmente, como en casi todas las
guerras, perdieron ambas partes; o vencieron, no lo sé. Pero lo
que prevaleció fue tener que asumir el inmenso miedo de bajar al
fondo de la sima, por estar seguro de que había escuchado un
ladrido.
Nos gusta, entre otras cosas, hacer las marchas más duras que
podemos por la montaña y escalar. Escalar es mi pasión y mi
debilidad. Por esa razón, solemos llevar nuestros equipos
siempre listos en el coche. Y así era: en el maletero teníamos
cuanto necesitábamos.
Mientras me ponía el arnés, ella iba desenredando las dos
cuerdas que nos proponíamos utilizar. Simultáneamente, y
nerviosos, íbamos diseñando un plan de actuación desde la
incertidumbre de no saber qué encontraríamos una vez
descendiésemos. Si importante era bajar, tanto o más era que
hubiera alguien arriba que pudiera sacar al otro de allá abajo,
de alguna manera, y que, llegado el momento, le prestara
auxilio.
Los dos teníamos miedo, pero no nos paralizaba. La decisión de
bajar estaba clara, no tanto lo que podríamos encontrarnos ni
cómo actuaríamos ante ello. Sólo podíamos confiar en que las
cosas se irían manifestando poco a poco y que actuaríamos en
consecuencia.
Rapelar es algo a lo que estamos acostumbrados. Realizada de
modo sensato no es una práctica especialmente peligrosa, excepto
en condiciones extremas; pero aquello era diferente. Cuando
desciendes una pared, te diriges al suelo, zona segura por
excelencia. Rapelar al fondo de la sima era dirigirse a lo
desconocido y resultaban lógicas las dudas.
Nuestra cuerda principal tiene cincuenta metros; para mayor
seguridad la pusimos doble: luego contábamos, inicialmente, con
veinticinco metros para bajar. Si después comprobábamos que no
era suficiente, la pondríamos simple para poder disponer de
cincuenta. Pese a no tener costumbre, decidí hacerme un nudo de
seguridad en esa cuerda, era lógico: si me quedaba colgado
porque no llegaba al fondo, me resultaría cómodo permanecer
sujeto a la cuerda mediante ese nudo. Para ese caso, para
cualquier circunstancia que pudiera sobrevenir y, sobre todo,
para salir de allí, estaba encordado, además, a una cuerda de
seguridad.
Apenas había descendido unos cuantos metros pude vislumbrar dos
manchas claras en una pequeña plataforma inclinada, y a una de
ellas cambiar de lugar. Ya no había dudas: había dos perros allí
abajo.
Continué bajando. El descenso era técnicamente sencillo. A
alguna zona vertical y casi desplomada, le sucedía otra muy
empinada y llena de barro. El frío y la humedad eran muy
intensos. Inmerso ya en la profundidad, el ambiente era
desapacible aunque soportable. Al final de una rampa muy
empinada llena de barro y musgo, había una pequeña plataforma
llena de ramas. A continuación, un agujero negro de unos dos
metros de diámetro, indicaba que el fondo de la sima se
encontraba aún más abajo. Y allí, entre las ramas y apenas a un
metro del agujero negro había dos perros escuálidos y asustados,
pero ilesos en apariencia.
Cuando llegué a la zona de las ramas había empleado casi toda la
cuerda. Lo primero que hice fue hacer un nudo para eliminar la
posibilidad de que me pudiera salir ella. Había descendido
veinticinco metros, el equivalente a una altura de ocho pisos.
Los perros al verme retrocedieron, un tanto asustados,
aproximándose peligrosamente al agujero negro. Debía
tranquilizarlos para evitar que pudieran precipitarse por él,
cuestión ésta que podría aportar dificultades o muy complejas o,
quizá, insuperables.
Eran dos perros medianos de pelo muy largo. Estaban famélicos
pues debían llevar allí varios días sin comer ni beber. Uno era
marrón y el otro, gris muy claro. Conseguí que el primero se
acercara a mí; lo acaricié y trate de inspirarle confianza. El
gris, permanecía más lejano y asustado al borde del agujero.
Había bajado conmigo un pequeño arnés que tiene Loss para viajar
en el coche; es un artilugio que les sujeta de una manera más
amplia que un collar pues les rodea el pecho; resultaría
adecuado para izarlos sin la posibilidad de estrangularlos o
hacerles daño en el cuello. Fueron momentos intensos que
prefiero no recordar; simplemente añadir que estaba determinado
a que todos saliéramos de allí.
Penosamente dada la posición en que me encontraba, logré
colocárselo y gritarle a ella que tirara despacio pero
enérgicamente. Poco a poco el perro fue desapareciendo de mi
vista. Parecía comprender lo que ocurría y, a su manera,
colaboraba lo mejor que podía. Aquello funcionó. El perro llegó
a la superficie sano y salvo. Me desaté de la cuerda de
seguridad para que ella la recogiera y pudiera arrojármela
nuevamente con el arnés anudado en su extremo, lo que hizo. Pero
el segundo perro, el más claro, no quería acercarse a mí. Por mi
parte, ni podía acercarme más a él, pues me encontraba en el
final anudado de la cuerda por la que había rapelado, ni tampoco
resultaba conveniente pues podía precipitarse por el agujero
negro del que se encontraba al borde. Pensé que debía salir y
analizar qué haríamos.
Aquello no se podía escalar, por lo que tuve que subir a pulso
por mi propia cuerda de rapel; en los descansos ella me
aseguraba con la cuerda de seguridad sujeta a una de las
barandillas, en tanto que yo iba también ascendiendo mi propio
nudo de seguridad. Cuando llegué arriba era ya muy tarde y
quedaba poco tiempo para que se fuera la luz. Decidimos que
mientras ella se quedaba allí, yo bajaría al pueblo a por comida
y agua: la idea era volver a bajar para darle de comer y beber
al que estaba abajo; lo haríamos durante días hasta que confiara
en mí, se acercara y pudiera sujetarle al arnés para sacarle.
También trataría de contactar en el pueblo con unos amigos para
que nos pudieran ayudar pues mi salida no había estado exenta de
alguna dificultad.
Volví, con comida y agua, si bien no había encontrado a nadie
que pudiera ayudarnos. El perro que estaba liberado comía y
bebía con ansía cuanto le ofrecíamos. No sabíamos cuánto podían
haber estado allí, pero debían ser muchos días a juzgar por su
estado. Ella me dijo que en mi ausencia se ladraban uno al otro,
como si se quisieran transmitir lo que cada uno estaba viviendo
y el de arriba quisiera sacar al de abajo. Después supimos que
eran hermanos y habían estado siempre juntos.
Volví a rapelar llevando conmigo agua, comida y un frontal por
si oscurecía del todo. Al llegar abajo me sorprendí
agradablemente de que el perro se hubiera alejado un poco del
agujero negro y hubiera avanzado unos metros hasta la base de la
rampa empinada, como si quisiera salir de allí. Le acaricié
(esta vez me dejaba tocarle) y le di de beber y comer para que
su tranquilidad fuera mayor y no me diera problemas cuando le
pusiera el arnés. Cuando lo hice y le dije a ella que tirara de
la cuerda, el animal, al estar tan delgado, se salió del mismo y
cayó un par de metros hasta donde yo estaba. Se quedó quieto,
como si comprendiera que aquello había sido un error que
tendríamos que subsanar. Le acaricié y trabajosamente, dada la
posición en que me encontraba, ajusté el arnés, se lo coloqué y
esta vez lo vi ascender hasta que desapareció en la superficie.
Los perros estaban fuera de la sima y ahora me tocaba a mí. La
salida fue relativamente cómoda, pese a encontrarme muy cansado
y con los brazos doloridos del esfuerzo anterior. Habíamos
planeado previamente que, anudado a la cuerda de seguridad, me
arrastraría poco a poco con el coche, lo que resultó decisivo y
fácil.
Después ella me contó que mientras lo izaba, el de la superficie
ladraba y se comportaba nervioso como si quisiera ayudarle a
sacar a su compañero. Les dimos de comer y beber hasta que se
hartaron. Reparamos en que uno de ellos, el más reticente y
segundo en salir, tenía un ojo marrón y otro azul, lo que nos
hizo recordar aquel cachorrillo que habíamos visto tiempo atrás,
pero pensamos que era una simple coincidencia, pues estos perros
debían pertenecer a alguna rehala y quién sabe por qué se habían
despeñado al fondo de la sima. Los subimos al coche donde se
instalaron rápidamente y nos dirigimos a casa. No habíamos
comido y era ya de noche.
Esa misma noche, hicimos algunas averiguaciones y pudimos saber
que los perros podían ser de alguien del pueblo. Lo confirmamos
al día siguiente y se los devolvimos a su dueña. Se confirmaba
ahora que el perro que tenía un ojo azul y otro marrón, era el
mismo que habíamos visto entonces y que tanto nos había llamado
la atención. Me contó que habían sido vendidos a una persona de
otro pueblo para coger trufas y que pudo ser quien los arrojó a
la sima si no habían dado los resultados esperados. Estaba
segura, como nosotros, de que los perros no se habían caído por
sí mismos.
Pasados unos días, durante las fiestas de Navidad, se dirigió a
mí el dueño de los perros en la plaza del pueblo y, tras darme
las gracias por lo ocurrido, me dijo que los había tenido que
“soltar” en Molina de Aragón confiando en que allí alguien se
hiciera cargo de ellos; estimaba que como nosotros tenemos unos
apartamentos rurales su presencia sería un problema que nos
quería evitar. Me apenó profundamente pues habíamos arriesgado
mucho por ellos. Nos quedaba la satisfacción de haber hecho lo
que debíamos, pero así eran las cosas y ya nada podíamos hacer.
Inmersos en las fiestas como estábamos, olvidamos el asunto.
Días después alguien nos contó que los habían visto vagando
junto con otros perros, en Molina de Aragón, a unos treinta y
siete kilómetros de Peralejos. Mi ex pareja trabajaba
precisamente en Molina.
Un día, de regreso del trabajo, me contó que un perro abandonado
había seguido hasta la primera planta -ellas trabaja en la
segunda- a una de sus compañeras simplemente porque le había
hecho una caricia. Ésta le contó que era un perro precioso,
aunque sucio y delgado al estar abandonado y que tenía un ojo
marrón y otro azul. Enseguida supimos que era el mismo que
habíamos sacado en segundo lugar de la sima, e inmediatamente
decidimos que le buscaríamos y nos quedaríamos con él.
Al día siguiente, cuando bajaron a tomar café sus compañeras lo
volvieron a ver. Cuando mi ex pareja lo supo, bajó con una de
ellas e inmediatamente la reconoció y la siguió ciegamente.
Cuando lo llevaron a la oficina, pese a que era otra persona la
que le ofrecía galletas para comer, el perro no salía de su
despacho. Se diría que la recordaba y que su compañía le daba
confianza y seguridad. Era 29 de diciembre.
Ese día yo también estaba en Molina. Teníamos previsto que
cuando acabáramos los asuntos que teníamos pendientes, le
llevaríamos a Teruel a una clínica veterinaria. Resultó curioso
que, llegado el momento, no quería salir de la oficina, como
temiendo volver a la calle.
Le cortaron el pelo que lo tenía lleno de pinchos; le vacunaron
y le implantaron un microchip, para caso de extravío, que me
acredita en lo sucesivo como su responsables y propietario.
Hace ya más de dos meses que está con nosotros y no puede ser
más bueno, inteligente y cariñoso. Es un “trasto” y al principio
nos rompió algunas cosas pues no estaba acostumbrado a vivir
bajo un techo, pero aprende rápidamente. De su hermano nunca
volvimos a saber.
Su carácter dulce, amable y pacífico, que contrasta con el más
bronco de nuestro foxterrier, ayuda a la convivencia con Loss,
que gruñe ante las juegos del todavía cachorro. Dicen que ha
tenido mucha suerte y que le ha tocado la lotería; sin embargo,
nos aporta tanta felicidad y alegría, que somos nosotros los que
estamos agradecidos de que haya llegado a nuestras vidas. Ella
dice que es un superviviente.
Loss ha encontrado en él al compañero con quien compartir sus
juegos, salidas y correrías. Desde la veteranía del que lo
conoce todo, le transmite los hábitos aprendidos durante años. A
su manera le ama y se preocupa por su seguridad. Lo que más le
cuesta es, quizá, que haya irrumpido en el mundo del cariño, del
nuestro, que hasta ahora era exclusivamente suyo.
Se dice que el destino está escrito en las estrellas, pero la
realidad nos ha enseñado que también puede estarlo en el fondo
de una sima.
Un día me preguntó que cómo hacen los hombres para salir de las
simas de su corazón; le dije que sólo disponen de las cuerdas
del amor y que son muy largas y resistentes.
Se llama “Chap”.
y ahora corre con Loss.