Alojamiento recomendado en Top Rural

Y otra, no tanto.

 

         

Alcoroches es un pequeño municipio cercano a Peralejos. Es el pueblo de mi ex pareja y en agosto, durante sus fiestas, solíamos ir a comer todos los días con su familia.

 

         La idea de lo que voy a contar me surgió repentinamente.

 

         Año tras año discuto –discutir, no es regañar- con quien se tercia sobre la corrida de toros que es, puede decirse, uno de los principales atractivos de esos días. Esta vez, sin saber cómo, me sorprendí a mí mismo tomando una decisión inesperada: ir a la plaza.

 

         Quería ver, sentir de primera mano y en directo cómo son las cosas. Los que acuden regularmente suelen decir que es una excusa para estar con los amigos de las peñas y degustar un buen jamón tomando unas cervezas o unos vinos. Son motivos comprensibles. Lo que siempre me llamó la atención es que, sin embargo, todos admiten y coinciden en que el toro sufre y que se le tortura públicamente.

 

         Nos llevó en el coche ella y se volvió a casa, pues tampoco le gustan los toros. En todo momento me acompañó mi cuñada; fue la que me explicó amablemente los pormenores de cuanto nos rodeaba a preguntas mías. Le doy las gracias desde estas líneas.

 

         A unos cientos de metros de la plaza nos unimos a la comitiva de personas que se dirigían a la misma. Contemplaba todo con una mezcla de curiosidad y tristeza e impactado por la alegría que se respiraba.

 

         Pero, ¿quién era toda aquella gente? ¿Tenían algo de especial? Me encontré pensando que, algunos de ellos, eran los mismos con los que suelo charlar en el pueblo o tomar un café. Es decir, personas a las que respeto y aprecio: mi propia suegra, mi sobrina y muchos conocidos.

 

         Ya dentro de la plaza ese ambiente festivo era aún mayor. En tanto sonaba una banda de música, la gente preparaba las neveras, se “pelaba” el jamón, se prodigaban cantos y bailes. Todo era júbilo, saludos, risas para aliviar la espera ante el espectáculo que estaba por venir. Me sentía ajeno a todo ello, sin poder comprenderlo; abatido, precisamente, por que llegara lo que con tanta alegría esperaba todo el mundo.  

 

         Tras los preceptivos “trámites”, la corrida comenzó. Dos toreros muy jóvenes se dispusieron a hacer el paseíllo con sus respectivas cuadrillas. Sus trajes exageradamente entallados, acompañados de posturas chulescas y desafiantes –es parte del ritual-, me llamaron la atención; me parecía surrealista. Saludaban al público mediante gestos que indicaban que  brindaban su faena. 

 

         Pero, ¿ante quién presumían? ¿A quién desafiaban? ¿Qué es lo que brindaban?

 

         Encontré la respuesta minutos después, cuando de los toriles salió, precipitadamente, lo que suelen llamar un novillo, por cierto, exactamente igual al de la foto que acompaña a estas líneas. Se dirigía corriendo de un lado a otro, sin saber dónde ir. Se acercó en varias ocasiones sin mucha convicción a algo que se movía: el capote que un torero esgrimía a una amplia distancia de su cuerpo. Pero seguía corriendo de aquí para allá como queriendo encontrar la salida. No era un animal fiero, ni bravo, ni terrible… era, por el contrario, un animalillo asustado y confundido que no sabía qué hacía allí; que, simplemente, quería irse y no sabía cómo ni por dónde. Sus ojos reflejaban miedo y una gran tristeza.

 

         (Me recordó inmediatamente que, no hace demasiado, en donde vivo, tuve ocasión durante muchos días de estar con uno de ellos: se acercaba para que le dieras algo de comer y se dejaba acariciar. Se había quedado huérfano y, al parecer, la manada lo repudiaba por eso. Sus dueños lo tenían, a veces, suelto, precisamente, porque resultaba inofensivo. Como es lógico, imponía un poco por su tamaño y peso;  pero podías jugar con él como si fuera un perrito y te seguía dando saltos).

 

         Tras unos cuantos pases, alguien de la cuadrilla le puso unas banderillas. En ese momento, sus ojos, ahora más tristes y aterrados, además de reflejar un intenso dolor, seguían preguntándose por qué estaba allí, por qué le hacían eso, dónde estaba la salida para huir.

 

         Me levante y me fui.  No quise  ver más: esa ha sido mi primera y única experiencia taurina. 

 

 

         Salí abrumado de la plaza. Me parecía, no ya cruel, sino absolutamente incomprensible que algo así estuviera sucediendo y que, además, se jaleara con gritos y aplausos. Iba tan aturdido que hasta equivoqué, por unos momentos, el camino de vuelta a casa. 

 

         Pero, como decía antes: ¿quiénes eran los que disfrutaban con semejante espectáculo? Algunos me resultaban conocidos y otros eran personas queridas. Pero estoy seguro que todos eran, son, buenas personas. ¿Qué les lleva a disfrutar ante una crueldad semejante?

 

           Me pregunto si la cultura puede edificarse, desarrollarse, ajena a una mínima sensibilidad; y si las tradiciones han de mantenerse y justificarse de modo independiente a la necesaria e imparable evolución de la sociedad. Gandhi decía que “la grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados por la forma en que trata a sus animales”.

            Que un animal con un sistema central nervioso similar al nuestro –lo que quiere decir que sufre como lo haría cualquiera de nosotros de ser sometido a algo semejante-, sea bárbara y públicamente torturado y que ello sea motivo de admiración y regocijo me entristece dolorosamente y escapa a mi comprensión. ¿Qué nos puede llevar a ser indiferentes a su dolor?  Y si se le reconoce ese sufrimiento, ¿por qué se admite, se participa y, además, divierte?

 

            Cada año crecen las estadísticas de malos tratos hacia mujeres, niños, ancianos. Una terrible lacra social que descansa, sobre todo, en dos grandes pilares: la ignorancia y la violencia. Es verdad que nuestras leyes castigan esos hechos, pero una vez han ocurrido: de ahí la importancia de educar a las futuras generaciones en Inteligencia Emocional: el respeto, el reconocimiento de los demás, el diálogo, la empatía…   También, afortunadamente, sancionan el maltrato animal aunque, a mi juicio, de manera muy insuficiente y a años luz de cómo está regulado en otros países de nuestro entorno. Sería necesario condenar y erradicar no solo social, sino personalmente, cada uno, cualquier clase de violencia, de crueldad, sea cual sea su manifestación e independientemente de quienes sean los destinatarios, pues en  tanto persistan entre nosotros –reflexionemos sobre ello, pues es lo más importante- se seguirán dirigiendo, sistemáticamente, hacia los más débiles: mujeres, niños, ancianos, animales.

 

         Un capitulo aparte merecería la presencia de niños en las plazas. Psicólogos y expertos advierten de los perniciosos efectos que ello supone para su adecuado desarrollo mental, pues están consolidando, a una edad en la que se configura su personalidad,  una conducta que consiste en cosificar a un animal que es maltratado atrozmente, lo que podría ser causa, en un futuro, de que pudieran ellos mismos ser indiferentes al dolor de los demás (humano o animal).

 

         Cuando llegué a casa, se me preguntó sobre mi experiencia.  Estaba consternado y no sabía qué decir. No podía olvidar los ojos de terror de aquel novillo que era atormentado inútilmente o, más bien, por pura diversión; la alegría y los gritos de la gente… “Escribiré sobre ello”, dije lacónico, mientras recordaba a nuestros dos perritos a los que amamos profundamente.

 

            Es una historia triste, reflejo de una sociedad que hemos de reconducir entre todos hacia parámetros de amor, solidaridad, sensibilidad y compasión; primando, sobre todo, nuestra propia capacidad de amar desde la convicción de que quizá sea lo más importante que tenemos como personas.